lunes, 7 de marzo de 2011

¿Sufres, mi vida?

Hoy, como casi todos los lunes desde hace seis meses, a las cinco de la tarde, entre las calles Juárez y Aquiles Serdán, voy a ver a mi terapeuta.
El pequeño Andre, desde mi segunda visita, no ha faltado en la recepción, siendo mimado y recibiendo montones de cariños por parte del personal y la familia.
Me ve y ambos sabemos lo que sigue: sentarse un par de minutos en el sofá, para que alguien nos informe que el Licenciado y yo debemos entrar a la oficina, sólo él y yo.
Los tres, terapista, hijo y paciente, estamos conscientes de esta hora.
Bueno, no; lamentablemente, Andre no.
Este día, hice llorar a un niño con solo entrar a la misma habitación que él.
Vi su cara encaprichada y molesta al verme abrir la puerta; su voz se volvía suplicante hacia su padre, y, sin explicar nada, sólo repetía "papá", mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

-Tengo que irme.

Y berreó.
Le llevaron un pequeño cachorro, al cual ignoró, como todos los intentos de los adultos a su alrededor por distraerlo: hay que reconocerlo, el niño no se desviaba de su objetivo.
Fue así como terminamos en la oficina, él con un niño en brazos, yo, con un perro que insistía en no morder nada que no fueran mis dedos de salchicha.

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