miércoles, 14 de septiembre de 2011

Defendida

Era un potente sol de atardecer, ardiente. El experimento había terminado, y algunas cosas de vital importancia habían salido mal: no tardé en sentir la mirada acusante y la vocecilla fastidiosa de Isabel reprochando a todos los presentes en la clase como es que mi descuido había arrojado a la basura todos sus esfuerzos por tener una buena calificación. A escasos metros del tumulto que había creado, me sentía rabiar ("para bailar un tango se necesitan dos"), porque, si bien debí haber puesto más atención y haber corregido lo que estaba mal, los errores los había cometido ella.

Con la cara roja, los puños apretado, un sol del carajo y toda la indignación que podía tener, me apresuré a alzar la voz negando lo ocurrido y explicar mi propia versión del asunto. Pero justo cuando iba a comenzar mi perorata, sobresalió la voz de la maestra, en lo que yo pude definir como un tono de voz acusatorio, de quien ha descubierto una verdad.

-¡Pero que cosas dices, Isabel! -dijo indignada- ¡Fátima jamás podría hacer eso! ¡Ella es demasiado seria, callada y apegada a las reglas! ¡Ella es un pan y pacífica y no podría hacerle daño a alguien!

Nadie dijo palabra. Todos eran zombies sin consciencia de lo que estaba pasando, mirando vacíamente a cada persona que hablaba, sin moverse de su lugar. El sol se seguía poniendo, y ahora podía ver nuestras sombras alargarse; la mía, la de mi cuerpo estático.

Me sentía apenada. Al principio de su discurso, fue un abrazo a mi incompresión, una defensa inmensamente agradecida. Pero cuando continuó hablando... ¿Era esa la impresión que yo daba? ¿En verdad la maestra era tan ingenua como para creer que yo era una damita educada e indefensa? Pasé a sentirme culpable de mi propia maldad. Esto ya no se trataba de quien tenía la culpa en el experimento fallido. Esto era la proyección de mí misma ante otras personas.

La maestra me miraba confiada de lo que decía. De esa bondad, pacifismo y buenas maneras que estaba segura yo poseía.

Yo agachaba la cabeza, avergonzada de tener que contradecirla. De haber ganado la batalla y perdido la guerra.



Al día siguiente llegué al salón de clases, aún pensativa sobre la situación. Vi a la maestra sentada, y vacilé en decir algo, ¿qué cosa podría decirle, sin tener que explicar todo lo que soy? Pero algo me carcomía por dentro, y quedarse callada no haría nada al respecto.
Tomé aire, y, nerviosa, abrí la boca:

-Ayer soñé con usted, maestra.



¿Epílogo?

-¿Sí?- respondió, e interesada, levantó la cabeza- Seguro te estrujaba y te decía "¡estás reprobada, Fátima!" -dijo, actuando la escena y luego haciendo una de sus típicas risas tiernas y relajantes.
-Soñé que me defendía de Isabel- atiné a decir, como mi mejor resumen del sueño.
Vi dibujarse una sonrisa en su rostro y expirar un sonidito de ternura, mientras emocionada me decía: -Ahwww, ¡sí! Isabel es bastante grande, yo ayudaría a defenderte -gesticulaba unos puños de defensa mientras hablaba- "¡Isabel! ¡No seas abusona y deja en paz a Fátima!". Esbozó una adorable sonrisa, una sincera complacencia ante la idea, y, por alguna razón, la culpa desapareció.


1 comentario:

  1. Sin palabras...
    Será verdad que todos usamos una máscara?.. una con la que nos conocen los demás, y creen saber como es nuestro rostro?...

    O usamos para nosotros mismos una máscara y sólo las personas especiales en nuestra vida son capaces de conocernos realmente?

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