sábado, 2 de agosto de 2014

I think we're haunted


Pobres pollitos desconsolados que no saben a dónde ir: pían con desesperación mientras corren por todo el corral huyendo de los puercos que ya han comido a otros y de los que sólo han quedado las patitas, huérfanas, colgando del hocico del animal.
Todos lloramos mucho. Escupimos las groserías porque no había en nuestro vocabulario palabras suficientes que describieran tantos sentimientos como moquear mientras decíamos "chingado".
Por primera vez en esos diez años me había enojado al respecto, la miré a la cara y le exigí una disculpa, castañeteé entre dientes que con qué derecho decía lo que no le correspondía. Vi en su semblante la negatoria a arrepentirse.
Él me decía en un grito seco "¿por qué no confiaste en mí?" pero de su boca sólo salió un "eres injusta y no te entiendo".
Los veía piar, llorando, confundidos, moviéndose en círculos dolorosamente porque no encuentran a la Mamá Gallina.
"Es demasiado para ellos".
Sentí un lástima que no debía y decidí no volver a agobiar a los pollitos con más marranos en el corral.


Esperó atenta y tranquila a que terminara de artícular la frase, y fue gracias a esa calma que pude ver en sus ojos el momento en el que todo se derrumbaba adentro suyo, el aire que le faltaba y lo insuficiente del piso, la tierra y el infierno mismo para caer mientras pensaba qué iba a pasar, cómo terminó ahí: ¿por qué a ella?
Hubo un efecto en su semblante en el que se veía en como todo se había detenido, y sin embargo caía, al vacío, a la ausencia.
Le puse la golpiza de su vida y aunque no me retractaría ni arrepentiría de decirlo, detesté nuestra posición. La de ese día y en la que quedaríamos a partir de entonces.
Confirmó su asistencia a las 10:20, y sin embargo no llegó.
Miedo.
De lo que sea: del rechazo, de los juicios, de flaquear en su decisión, de romperse en lágrimas y decir que no sabía qué hacer.Se escuchó citarla: "es que él dijo que no era cierto". No necesité más para saber que ya había escogido qué creer; entendí que era libre de decidir lo que quisiera y como parte de mis principios defendería su derecho a no colocar el código genético antes de los lazos creados por voluntad, y si quería pensar que yo mentía y deseaba destruir todo por lo que había trabajado por cualquier razón no la obligaría a cambiar de opinión cuando yo ya había sido honesta.
Abrimos la puerta de la casa y allí estaba. No volvería a mirarme ni dirigirme la palabra desde entonces.

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